El actuar humano puede presentar diferentes tipos de motivaciones o intereses, desde el acto comercial, en busca de dividendos para el enriquecimiento personal, pasando por actos deportivos en búsqueda de la gloria olímpica o simplemente la salud; hasta llegar a los actos caritativos envueltos en su halo de supuesto desinterés.
¿Pero es qué es posible la existencia de actos puramente desinteresados?. Bajo la óptica de este humilde servidor, que nada tiene de filósofo, sociólogo o psicólogo, esto no es más que una mera falacia. El accionar humano en todas sus variantes debe responder a una motivación intrínseca o extrínseca. Cuando un comerciante va a realizar su loable trabajo, lo hace siempre pensando en el beneficio económico que obtendrá del mismo y su correspondiente gratificación en bienes y servicios posteriores. Cuando un prisionero realiza una actividad en una cárcel, lo hace por la coacción de los guardias de seguridad que allí lo retienen y buscando el beneficio de evitar el posible castigo ante su rebeldía. La caridad por su parte nada tiene de distinto.
El ser humano, querámoslo aceptar o no, es un ser de ego, un ser que se sacia únicamente con satisfacciones individuales. Todo acto emprendido por la especie humana se inició con la finalidad de alcanzar un fin particular y surgido de la mente de un individuo; incluso en las sociedades de corte más colectivistas del mundo; así sucedió en la Inglaterra del siglo XIX cuando el liberalismo permitió el desarrollo industrial, o en los Estados Unidos de finales del siglo XIX y principios del XX cuando los remanentes del libre mercado abrieron camino al surgimiento de los emporios comerciales que, en algunos casos, aún subsisten hoy en día; pero también fue así en la Rusia comunista de Stalín o en la Alemania nazi de Hitler, donde los pueblos fueron sometidos a cumplir los ordenes, con el fin de alcanzar las trasnochadas ideas de sus líderes.
La caridad, al ser un acto humano, no se escapa de este designio. La caridad, en cualquiera de sus formas surge de la necesidad del hombre de satisfacer su yo interno, de llenar su espíritu del regocijo de sus actos, en pocas palabras de su individualismo. Además la motivación de la caridad puede variar de un individuo a otro; desde aquel acaudalado hombre de negocios que dona una parte de su fortuna en un elegante acto filantrópico con el fin de ganar un reconocimiento social; el modesto empresario que otorga a obras benéficas parte de sus dividendos con la finalidad de no entregarles estas al robo legalizado del fisco público donde sus fondos desaparecerían; el hombre común que entrega parte de sus ahorros por la satisfacción de ayudar a otros o aquel que da una limosna en la calle para acallar algún sentimiento de culpa inexplicable; todos ellos cuentan con una motivación diferente, pero solo en forma, pues en el fondo todos se benefician, todos obtienen algo para alimentar su individualismo y finalmente ninguno de ellos es criticable por hacerlo.
En conclusión la caridad no es más que un acto de puro individualismo, como cualquier otro acto del ser humano, lo que la hace totalmente inutilizable como argumento para aquellos pensadores de la izquierda que aún hoy en día, después de mil y un encontronazos y fallidos intentos de imponer su utopía, siguen insistiendo en el mito del hombre nuevo, del hombre caritativo y dadivoso; pues el hombre en su naturaleza, en todo su ADN es un ser individualista, individualismo este que lo hace brillar y crecer y que lo a llevado a superar las innumerables dificultades que ha atravesado a lo largo de la historia y por eso digo:
“Que viva el individualismo, la fuerza que impulsa al mundo”
Julio Pieraldi.
¿Pero es qué es posible la existencia de actos puramente desinteresados?. Bajo la óptica de este humilde servidor, que nada tiene de filósofo, sociólogo o psicólogo, esto no es más que una mera falacia. El accionar humano en todas sus variantes debe responder a una motivación intrínseca o extrínseca. Cuando un comerciante va a realizar su loable trabajo, lo hace siempre pensando en el beneficio económico que obtendrá del mismo y su correspondiente gratificación en bienes y servicios posteriores. Cuando un prisionero realiza una actividad en una cárcel, lo hace por la coacción de los guardias de seguridad que allí lo retienen y buscando el beneficio de evitar el posible castigo ante su rebeldía. La caridad por su parte nada tiene de distinto.
El ser humano, querámoslo aceptar o no, es un ser de ego, un ser que se sacia únicamente con satisfacciones individuales. Todo acto emprendido por la especie humana se inició con la finalidad de alcanzar un fin particular y surgido de la mente de un individuo; incluso en las sociedades de corte más colectivistas del mundo; así sucedió en la Inglaterra del siglo XIX cuando el liberalismo permitió el desarrollo industrial, o en los Estados Unidos de finales del siglo XIX y principios del XX cuando los remanentes del libre mercado abrieron camino al surgimiento de los emporios comerciales que, en algunos casos, aún subsisten hoy en día; pero también fue así en la Rusia comunista de Stalín o en la Alemania nazi de Hitler, donde los pueblos fueron sometidos a cumplir los ordenes, con el fin de alcanzar las trasnochadas ideas de sus líderes.
La caridad, al ser un acto humano, no se escapa de este designio. La caridad, en cualquiera de sus formas surge de la necesidad del hombre de satisfacer su yo interno, de llenar su espíritu del regocijo de sus actos, en pocas palabras de su individualismo. Además la motivación de la caridad puede variar de un individuo a otro; desde aquel acaudalado hombre de negocios que dona una parte de su fortuna en un elegante acto filantrópico con el fin de ganar un reconocimiento social; el modesto empresario que otorga a obras benéficas parte de sus dividendos con la finalidad de no entregarles estas al robo legalizado del fisco público donde sus fondos desaparecerían; el hombre común que entrega parte de sus ahorros por la satisfacción de ayudar a otros o aquel que da una limosna en la calle para acallar algún sentimiento de culpa inexplicable; todos ellos cuentan con una motivación diferente, pero solo en forma, pues en el fondo todos se benefician, todos obtienen algo para alimentar su individualismo y finalmente ninguno de ellos es criticable por hacerlo.
En conclusión la caridad no es más que un acto de puro individualismo, como cualquier otro acto del ser humano, lo que la hace totalmente inutilizable como argumento para aquellos pensadores de la izquierda que aún hoy en día, después de mil y un encontronazos y fallidos intentos de imponer su utopía, siguen insistiendo en el mito del hombre nuevo, del hombre caritativo y dadivoso; pues el hombre en su naturaleza, en todo su ADN es un ser individualista, individualismo este que lo hace brillar y crecer y que lo a llevado a superar las innumerables dificultades que ha atravesado a lo largo de la historia y por eso digo:
“Que viva el individualismo, la fuerza que impulsa al mundo”
Julio Pieraldi.